La arquitectura y el oficio. Hablan profesionales (V). Vanessa Barral: «No comparto las ansias de cambiar el mundo.»

El turno corresponde en esta ocasión a Vanessa Barral, que ya ha aparecido por estos lares en dos ocasiones (con «Armando» y «La bufanda») y a la que recibimos otra vez con gran placer -que sean muchas más-, una arquitecta titulada en 2007 con más de 5 años de experiencia en estudios de arquitectura, en labores tanto de becaria como de arquitecta titulada.

¿Qué debe ser, u ofrecer, un profesional de la arquitectura?

La concepción del arquitecto y de sus deberes u obligaciones varía según a quien le hagas la pregunta o a quien quieras venderle la respuesta.  Podríamos hablar de la visión general de la profesión en nuestra sociedad,  de la imagen mediática, de la que espera el cliente, de la que nos enseñan en la facultad…  pero ninguna de ellas coincidiría, y todas se alejarían de la visión personal que pueda tener cada uno de nosotros.

En mi caso, me cuesta bastante crearme una idea clara sobre ello. La percepción de mis deberes u obligaciones ha ido cambiando a lo largo de los años, según lo que he ido viendo a mi alrededor.  Podría decir que considero que el arquitecto debe estar al servicio de la sociedad, debe construir espacios que respondan a las necesidades de sus usuarios, debe hacer más fácil la vida de los demás, y además debe conseguir que el mundo en general sea más acogedor.  Pero estaría mintiendo.  Esta es la idea con la que generalmente salimos de la carrera, para luego darnos cuenta de que, en realidad, el arquitecto está únicamente al servicio de su cliente,  y sólo debe responder a las necesidades de éste.

Supongo que nuestra profesión no difiere demasiado de cualquier otra en nuestros días. Lo único que poseemos son los conocimientos necesarios para crear un producto, y nuestra única obligación es la de hacer que quien compre ese producto quede satisfecho con él.

El problema es que, generalmente, nos preocupamos más por atender las necesidades de nuestro propio ego que las del comprador de nuestro producto, y de ahí que al final ninguno de nosotros sepa exactamente cuál es su obligación como profesional.

¿Qué esperabas y qué has obtenido de tu(s) primera(s) experiencia(s) trabajando en el campo de la arquitectura?

Esperaba aprender,  ver lo que un arquitecto era y hacía realmente, formarme, descubrir el mundo real de nuestra profesión y llegar a considerarme capaz de hacer algo por mí misma sin tener dudas.  Suena gracioso, pero después de 5 años (léase 8, 10, 12…) de estudios, salimos de la carrera sin tener ni idea de lo que es el mundo real de la construcción, y si no tienes a nadie relacionado con ella en tu familia, es muy difícil hacerse una idea de cómo funciona todo.

Lo que he obtenido ha sido diferente en los estudios en los que he trabajado, pero si tengo que buscar algo común a todos ellos diría que, en general, la sensación ha sido la de decepción.  Normalmente, los primeros años  te utilizan como un delineante, simplemente te consideran un poco más espabilado que ellos.  Pocas veces tomas parte en el área de diseño, puesto que no tienes suficiente experiencia para ello. Sin embargo, te cargan con toda la parte técnica de los proyectos como si llevaras construyendo toda tu vida.  Al principio te asustas porque crees que no tienes la preparación suficiente para resolver ciertos problemas. Ya no estás en la carrera, ya no es un proyecto irreal sino que estás haciendo un edificio que se va a construir realmente. Aquí no se puede hacer trampas, si lo haces mal las consecuencias pueden ser fatales. Sin embargo, ves que esa preocupación que tú tienes no la comparte tu jefe ni la gente que trabaja contigo, y no lo entiendes.  Intentas hacerlo lo mejor que puedes, buscas información  en donde sea, y lo sacas adelante, esperando que si hay errores alguien te los corrija, pero resulta que después nadie revisa tu trabajo, y esas decisiones que tomaste tú sin saber si eran las correctas o no, son las que se entregan con el proyecto.

Al final, has hecho muchas cosas que nunca antes habías visto. Te parece que has aprendido mucho. Pero lo cierto es que no tienes ni idea de si las has hecho bien o si por el contrario el edificio que has resuelto va a estar lleno de humedades dentro de 2 años.

¿Cuál es tu proyecto soñado y cuáles crees que son tus mejores armas para conseguirlo?

No tengo un proyecto soñado. Para ser sincera, yo no estudié arquitectura por vocación, y a pesar de que me gusta mucho mi trabajo, no comparto las ansias de cambiar el mundo que tienen la mayoría de mis compañeros ni los ideales que intentan inculcarnos en la carrera.   No aspiro a construir algo que salga en las revistas,  no espero revolucionar el mundo del diseño ni descubrir un sistema constructivo innovador que llegue a conocerse mundialmente.  Mi aspiración es tan simple como estar a gusto en mi trabajo, sin importar qué tipo de proyecto haga, más bien la manera en que se lleve a cabo.

Podría decir que uno de mis sueños es construir mi propia casa, pero no se trata de una aspiración profesional sino personal.  No sería un logro para mí el hecho de realizar el proyecto, sino el de poder disfrutarlo durante el resto de mi vida.

Las armas para conseguirlo, todavía estoy buscándolas.

«La bufanda» relato en dos partes de Vanessa Barral y lector bajito

El apartado de las colaboraciones llega a un nuevo punto en la vida de este blog. A partir de un relato original, “Good bye”, publicado por Vanessa Barral en su blog y debatiendo sobre nuevas vías para colaborar tomamos una decisión. Los dos, independientemente pero con un par de premisas, desarrollaríamos los momentos de una ruptura que preceden a lo que sucede en el texto inicial. Cada uno se pondría en la piel de uno de los miembros de la pareja (deliberadamente hemos omitido la autoría de las dos partes de las que se compone esta iniciativa) y la intención era expresar lo que pasaba en la cabeza de los implicados, sus reacciones y pensamientos en un corto espacio de tiempo. Los resultados, a continuación.

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«Armando» relato de Vanessa Barral

Armando es un tipo inquietante.  Lleva siempre un calcetín de cada color, pues dice que le da mucho trabajo emparejarlos.  El café lo toma sin azúcar, pero con cariño, y cada vez que tiene que sentarse en una silla se queja de los avances de la ciencia. El hombre no es más que la involución del mono, dice.  Vive en el piso 43 de una de las torres más altas del centro porque las bajuras le dan vértigo.  Nunca ha trabajado, pero el dinero lo saca del banco, como todo el mundo!

Es bien conocido en los bares de la ciudad, donde suele pasarse horas bebiendo y  charlando con sus amigos o con gente aleatoria que pasa por allí.  Por alguna extraña razón, cuando Armando se acerca a alguien, aunque sea un completo desconocido, esa persona no puede negarse a hablar con él.  A menudo le ves entablar conversaciones que duran horas con gente que entra a comprar tabaco al bar, o con alguien que está esperando el autobús.  Después, cuando le preguntas si les conocía te dirá q era su vecino.  Es que en un rascacielos cabe mucha gente! suele bromear.  Sin embargo,  ya sean vecinos o no, nunca se ha visto a ninguno de ellos asustarse o ignorarle cuando se les acerca, aun a pesar de lo imponente de su imagen.  Sin duda Armando tiene algún extraño poder de atracción para la gente, o tal vez es que sabe elegir a las personas a las que arrima.  El caso es que al final todos le tratan como si fuera uno de sus mejores amigos.  Muchos acaban convirtiéndose en ello, como yo, y otros no volverán a verlo, pero tampoco lo olvidarán nunca, porque Armando deja algo en tí cada vez que te habla, aunque no te esté diciendo nada.

Su casa es de lo más peculiar.  No hay un sólo mueble, y sus pocas pertenencias las tiene agrupadas en estanterías que él mismo ha construido con trozos de madera y cartón.  En el salón,  una de las paredes está completamente cubierta con cintas de vídeo apiladas, cassettes y discos de música, como si la hubieran forrado con un papel tridimensional de múltiples colores y formas.

Hay una habitación que siempre está cerrada, es la que más me gusta. La habitación del saber, como a Armando le gusta llamarla, donde duermen cientos de libros amontonados.  La primera vez que abrí aquella puerta me quedé perpleja. Costaba abrirla, como si las bisagras hubieran cedido, pero se debía al peso de los libros al otro lado.  Una vez abierta, el olor a papel viejo te golpeaba en la cara, al mismo tiempo que la visión de aquella enorme montaña de libros te dejaba sin aliento.  La pared del fondo estaba completamente cubierta, y el resto caían hacia el frente, como si hubieran ido resbalando poco a poco.  La parte más alta del montículo estaba por encima de mi cabeza, ya a pocos centímetros del techo. Algunos parecían tener más años que yo, otros todavía tenían restos del envoltorio… unos estaban cerrados, otros abiertos por alguna página aleatoria, pero todos parecían descansar tranquilos, en un silencio tan absoluto que daba miedo romperlo.

Volví a abrir aquella puerta, para comprobar que el montón había crecido considerablemente. Ya no quedaba mucho espacio.  En unos meses los últimos rincones se rellenarían y sería imposible abrir la puerta.  No sabría calcular cuántos libros había allí, pero me costaría más calcular cuántas horas habría dedicado a Armando a leerlos.  Porque si de algo estaba segura es de que los había leído todos, algunos probablemente varias veces.  Me pregunté qué haría Armando cuando esa habitación se llenara. Probablemente empezaría a llenar la suya propia, luego el salón, la cocina… me imaginé un piso entero lleno de libros, La casa del saber.

Armando trae el café y nos sentamos en los cojines que tiene desperdigados por el suelo.  Al darme la taza, mi mano roza sin querer la suya, y él se aparta disimuladamente.  Por algún motivo, a Armando no le gusta el contacto físico con la gente, y cada vez que alguien se acerca demasiado él se separa disimuladamente, despacio, intentando no ofender a la persona.  Generalmente la gente no lo percibe, pero si estás un tiempo con él enseguida te das cuenta de que siempre reacciona igual. Mientras lo veo sentarse a varios metros de mí me pregunto a qué se debe. Quizás se trate de una manía, de una costumbre, o tal vez tiene la piel demasiado sensible.  A lo mejor simplemente le pone nervioso que le toquen, o cree que él puede provocar nerviosismo si toca a los demás.  Por un momento me planteo preguntarle por qué lo hace, pero no me atrevo.  Siempre he tenido total confianza con él, desde el día en que lo conocí hemos tratado cualquier tema sin ningún tipo de pudor o reparo, pero esa pregunta nunca he sido capaz de formulársela.  De alguna manera sé que a él no le gustaría que se la hiciera, y pienso que esquivaría la respuesta lenta y disimuladamente, de la misma forma que se separa cuando te acercas demasiado, sin que apenas te des cuenta.

Intento pensar en otro tema, pero Armando parece leer mi pensamiento. Sé que no es la primera vez que lo hace, muchas veces veo reflejadas en sus ojos mis propias ideas.  Sé que una vez más las está adivinando,  y no sé qué decir, pero no necesito decir nada porque es Armando quien empieza a hablar.

-La mayoría de la gente no sabe cómo hay que tocar a los demás.  Nadie les ha enseñado.  Cogen tu mano de la misma manera que sujetan un vaso, como si no tuviera ningún valor.  No se dan cuenta de la cantidad de cosas que porta tu piel y, sin pretenderlo, te roban partes de ella poco a poco.  Cada vez que alguien roza tu brazo sin querer se están llevando una milésima parte de ti.  No lo hacen intencionadamente, simplemente desconocen el valor de ese contacto que ellos ni perciben.

Cuando coges la mano a alguien, cuando das un abrazo o una caricia… debes hacerlo con el corazón, y únicamente cuando estés segura de que tu gesto será recibido de la misma manera. Sólo así las pequeñas partículas de tu piel se fundirán con las de la otra persona, y en lugar de desprenderse se colarán a través de los poros de tu piel para quedarse en su interior, de forma que nadie pueda arrebatártelas.  Debes poner todos tus sentidos en ello, concentrarte y olvidar el resto, ser consciente del contacto, y percibirlo en su totalidad.  Sentirás calor en el punto de unión, y notarás cómo ese calor se extiende rápidamente por el resto de tu cuerpo. Podrás percibir las milésimas partes de la otra persona, que fusionadas con tus milésimas partes se van depositando en tu interior, aferrándose a ti con fuerza, y sabrás que la otra persona está sintiendo lo mismo que tú.

La gente en general no sabe esto.  Sin darse cuenta, van rozando su piel con la de otros, y poco a poco van perdiendo esas partículas de las que te hablo.  Lo que pierdes en un sólo roce es algo insignificante, pero con el paso de los años la cantidad de partículas desprendidas se convierte en algo ya perceptible.  Por ello, muchos llegan a mayores y se sienten vacíos.  La realidad es que lo están.  Han ido perdiendo todo lo que tenía valor en su piel, porque nunca nadie les ha enseñado a preservarlo y a compartirlo.

Armando da un sorbo a su café y con cuidado deja la taza en el suelo. Despacio, se levanta y se acerca a mí. Se sienta a mi lado, coge mi taza y la deja también en el suelo.  Me mira, y sin decir nada, me abraza.

De repente empiezo a sentir todas esas cosas que me acaba de contar, y por un momento el mundo a mi alrededor se detiene. Mi cuerpo se encoge, me siento tan pequeña como una de esas micropartículas, me convierto en una milésima parte de mí, y siento como me voy colando a través de sus poros, y recorriendo todo su cuerpo.  De la misma manera, siento cómo algo se va apoderando de mi cuerpo, a gran velocidad.  Siento el calor, y al mismo tiempo siento escalofríos. Es una sensación que ya no recordaba, y ni siquiera alcanzo a definirla.  Me siento bien, conmigo misma y con él, en mí misma y en él, con mis partículas y con las suyas.

Por unos segundos, siento cómo una parte de mi vacío se va rellenando.  Por un momento, desde hacía muchísimo tiempo, me siento en paz.

Y sé que él siente lo mismo.